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¿Democracias sin liberalismo?

  • Foto del escritor: Mauricio Uribe López
    Mauricio Uribe López
  • 29 dic 2021
  • 3 Min. de lectura

La toma del capitolio estadounidense por hordas de seguidores de Trump es una muestra más del declive gringo y de la crisis de la democracia. En lugar de ser “grande de nuevo”, el país del norte retrocedió en estos últimos cuatro años tanto en el frente internacional como en el doméstico. La política exterior ha perdido credibilidad, el manejo de la pandemia ha sido desastroso, la sociedad está dividida, las tensiones raciales han derivado en violencia y las instituciones democráticas están pasando por los momentos más oscuros de su historia. Nunca antes la transición pacífica del poder había estado tan en vilo. Aunque la posesión de Joe Biden no parece estar en riesgo, lo cierto es que jamás ni el proceso electoral ni la alternancia ordenada por las urnas y el Colegio Electoral habían sido saboteadas directamente por un presidente en ejercicio. Aunque perdió, poco más de 74 millones de personas respaldaron a Trump y buena parte de ellas no sólo son sus votantes sino también sus fanáticos. El multimillonario es una realidad política que no desaparecerá el próximo 20 de enero. El populismo racista y xenófobo fue rentable en 2016 y no ha dejado de serlo. Trump no es un lunático sino un político astuto que como muchos otros sabe usar el odio y el miedo para obtener réditos políticos. Sabe que su conexión con ese pueblo resentido con las élites cosmopolitas y con las minorías es un capital político propio y no de su partido, al que hizo añicos. El ataque al capitolio es una demostración de su poder aún en medio de la derrota. Una derrota en la que no creen sus seguidores a pesar de haber sido avalada por las urnas, el Colegio Electoral y los jueces. Además, los márgenes de la victoria de Biden están lejos de ser estrechos. El problema es que no hay manera de que los fanáticos sean persuadidos por evidencias y razonamientos lógicos. En Estados Unidos y en muchos otros países en todo el mundo, el fanatismo es un fruto amargo que no solo tiene que ver con el aumento de las brechas sociales y salariales y la precariedad laboral. Ese fruto también ha sido cosechado luego de que muchos intelectuales, académicos, opinadores, periodistas, políticos y predicadores religiosos tanto de izquierda como de derecha se han dedicado -por décadas- a fomentar no ya el escepticismo sino el desprecio por la razón, la ciencia y las reglas de juego de la democracia. Las banderas del relativismo científico y del relativismo moral se han llevado demasiado lejos. Tan lejos que no son pocos quienes están firmemente convencidos de que la tierra es plana y para ellos, esa es “su verdad”. Un mundo en el que las personas creen más fácilmente en retorcidas teorías conspirativas que en argumentos racionales sustentados en evidencias, es tierra fértil para el fanatismo político. Por supuesto que los argumentos y las evidencias son controvertibles (de hecho, Karl Popper los consideraba provisionales), pero con otros argumentos y evidencias y no con la fe ciega en la palabra de un líder o un predicador. La democracia en Estados Unidos y en otras partes está en crisis no sólo por la creciente influencia del capital sobre la política sino también porque millones no confían en la razón y desprecian las reglas. Los impactantes eventos ocurridos esta semana en Washington evidencian que el fanatismo no sabe de reglas y no atiende razones. También muestran que, aunque liberalismo y democracia son dos cosas distintas, es bastante difícil que la democracia sobreviva cuando las hordas sustituyen a los ciudadanos. Publicada en LA PATRIA de Manizales.

Fecha de publicación: Viernes, Enero 8, 2021

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