El fin de la pobreza en el Eje Cafetero
- Mauricio Uribe López
- 29 dic 2021
- 3 Min. de lectura
El siglo XX terminó en nuestra región con dos grandes sacudidas: la crisis económica nacional y el terremoto que destruyó Armenia y causó graves daños en Pereira y Manizales, así como en muchos otros municipios del Eje. Esos dos choques adversos reforzaron una crisis social que ya venía haciendo estragos desde la ruptura del Pacto Internacional del Café en 1989. Para muchas familias caficultoras -y también para aquellas cuya actividad económica se encadenaba al café- el derrumbamiento del acuerdo institucional entre productores y consumidores del grano tuvo un impacto mayor en sus vidas que la caída del Muro de Berlín. No era para menos, la terminación del mecanismo de cuotas de exportación, vigente desde 1962, derrumbó los precios y de paso los ingresos de esas familias. Sin embargo, no hay que perder de vista que la liberalización del mercado cafetero estaba inscrita en esa tendencia según la cual, el mecanismo del mercado se consolidaba como el único juego posible en la aldea global. La caída del Muro de Berlín parecía la confirmación del fin de las alternativas, no solo aquellas basadas en la planificación centralizada sino también las que atribuían al Estado, a las políticas públicas y a las regulaciones sobre el mercado, algún papel relevante. La ruptura del pacto cafetero no fue entonces un evento aislado. Era una réplica del terremoto de reformas que se conocería a comienzos de la década de los noventa como el Consenso de Washington. Terremoto que dejó millones de damnificados. Sus tres pilares eran: liberalización de los mercados, privatización y austeridad fiscal. Los teólogos del mercado, que habían caído en desgracia por cuenta de la Gran Depresión, habían vuelto triunfantes al ruedo para declarar que la mejor política pública era la ausencia de políticas. Ahora solo había que evitar que los mercados, como los dioses, se pusieran nerviosos. En medio de las dificultades, las familias, las organizaciones sociales, los empresarios, la academia y las entidades públicas de la región fueron construyendo opciones productivas y de ingresos que quebraron la tendencia hacia el empobrecimiento. En Manizales y Villamaría la incidencia de la pobreza monetaria aumentó de 36,6% en 2002 a 40,3% en 2004. No obstante, a partir de ese momento se redujo casi todos los años hasta llegar a 11,9% en 2018. En Pereira pasó de 32,7% en 2002 a 18,1% en 2018. En Armenia todavía llegaba en 2010 al 34,6% pero en 2018 cayó al 22,5%. En 2018 la incidencia de la pobreza monetaria en las tres ciudades y en los tres departamentos -Caldas (21,1%), Risaralda (17,7%) y Quindío (24,1%)- era inferior a la tasa nacional (27%). En los tres departamentos la desigualdad no cedió lo suficiente entre 2002 y 2018. Donde menos lo hizo fue en Caldas cuyo coeficiente de Gini era 0,507 y bajó solo a 0,490. La pandemia nos ha demostrado que los logros en la reducción de la pobreza son demasiado frágiles si la desigualdad no disminuye significativamente. A mayor desigualdad en la distribución del ingreso, menores posibilidades tienen los que menos reciben para invertir en la adquisición de activos que les permitan afrontar los choques adversos. Es posible que sus ingresos “floten” por encima de la línea de pobreza. No obstante, carecen de los medios para lidiar con la calamidad. El siglo XXI, dicen algunos, comienza con esta pandemia. La respuesta no está en el mercado sino en la acción concertada. Necesitamos un nuevo pacto por la región. Podemos superar la pandemia y acabar con la pobreza, pero no lo lograremos sino tomamos en serio la desigualdad.
Publicada en LA PATRIA de Manizales.
Fecha de publicación: Viernes, Junio 26, 2020
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