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Un acto de fe

  • Foto del escritor: Mauricio Uribe López
    Mauricio Uribe López
  • 28 dic 2021
  • 3 Min. de lectura

Javier Otálora -personaje de uno de los cuentos del Libro de Arena de Jorge Luis Borges- conoce a Ulrika, suave y rubia noruega a quien se presenta diciéndole que era profesor de la Universidad de los Andes en Bogotá y que era colombiano. Unas líneas más adelante nos enteramos de que ese profesor era de Popayán. Nos cuenta Borges que Ulrika, “de un modo pensativo” preguntó: “¿Qué es ser colombiano?”. Otálora respondió: “No sé. Es un acto de fe”. El Libro de Arena es de 1975. En ese momento, hacía años que el Frente Nacional había resuelto la guerra bipartidista. Sin embargo, habían surgido nuevos desafíos que no cabían en ese estrecho pacto. La nueva guerra que empezó en el Frente Nacional era entonces “un problema de orden público” en la periferia colombiana. Colombia era muy pobre, pero era un país latinoamericano “normal”. Quince años después, la guerra, el narcotráfico, los carteles de la droga, el exterminio de un partido político, las masacres, los secuestros, el desplazamiento forzado de millones de personas, el crecimiento militar de los competidores armados y el uso estratégico del terror, nos convirtieron en el mayor drama humanitario del hemisferio. Ser colombiano pasó a ser un acto de supervivencia. En 1989 tocamos fondo y en 1991 quisimos creer que una nueva constitución que, a diferencia de la excluyente constitución de 1886, basada esta vez en el reconocimiento de nuestra diversidad y en el compromiso con la garantía de los derechos fundamentales y de una ciudadanía social, serviría como un nuevo pacto de paz. No fue así. Quisimos construir un Estado Social de Derecho sin fortalecer la tributación capaz de soportar esa estructura. Los estudiosos de las ciencias sociales nos dijeron que el problema era que Colombia era más territorio que Estado. La verdad, lo que éramos y seguimos siendo es más la imagen de un Estado que una realidad sustentada en algo medianamente parecido a una infraestructura tributaria sólida, una burocracia capaz y empeñada en el buen funcionamiento de la administración pública, una ciudadanía con sentido de pertenencia por su comunidad política y unas élites capaces de constituir – para usar una distinción propuesta en alguna ocasión por el historiador Marco Palacios- una verdadera clase dirigente en lugar de apenas aspirar, mediocremente, a mantenerse como clase dominante, fragmentada y sin muchos talentos distintos a la habilidad para trampear. La década de los noventa fue una trágica combinación de narco-terrorismo (pivote de élites emergentes, germen de toda suerte de arribismos) y guerra civil. Esos dos procesos se retroalimentaron y nos convirtieron en algo parecido a un Estado fallido. Con la plata de los gringos, los hijos de los pobres y los horrores de los paras, el Estado acorraló a las Farc, organización cuya retorcida lógica era la de aterrorizar al pueblo en nombre del pueblo. Las acorraló, pero no las derrotó. Era el momento de buscar un acuerdo de paz. Un proceso de paz no es una negociación entre amigos sino una forma de convertir al enemigo en adversario, alguien con quien se puede convivir y dirimir el conflicto sin derramamiento de sangre. Hace un lustro firmamos esa paz. Sin embargo, quienes convirtieron la guerra en su negocio o su bandera electoral no han querido renunciar a ella. Nos quieren llevar a la frustración y de ahí, nos empujan a la desesperación. Nos volvieron trizas el acuerdo de paz, pero ¿quién dijo que todo está perdido? La paz es una construcción de largo plazo. Ser colombiano es un acto de fe. Tal vez de fe en que, algún día, viviremos en paz.

Publicada en LA PATRIA de Manizales

Fecha de publicación: Viernes, Noviembre 26, 2021

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